La peineta calada by Cirilo Villaverde

La peineta calada by Cirilo Villaverde

autor:Cirilo Villaverde
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
publicado: 2013-04-22T22:00:00+00:00


XIII

No bien había salido don Liborio de casa de seña Caridad, cuando entró Rosario Valdés. Hubo tan corto espacio entre la salida de aquél y la entrada de ésta, que hace presumir no se encontraron en la calle, puesto que si nos atenemos al tenor de la escena del capítulo antecedente, las intenciones del "revendedor de ropa" era hablar a la muchacha y acaso insultarla y nunca podía presentársele ocasión más favorable.

La impresión que habían causado en el ánimo de la vieja las últimas palabras de aquel mal hombre, a tal punto le trastornó la cabeza, que ni siquiera tuvo cuidado de cerrar la puerta otra vez, cosa de que ella estaba muy pendiente, más por costumbre que por miedo o prudencia: de modo que Rosario no tuvo necesidad de llamar, sino que se entró de golpe y quedó muy admirada de ver a su madre como santo de palo, sin habla, sin movimiento.

Con todo, estas dos facultades que Dios le había concedido con larga mano, interrumpidas por breve rato, volvieron a desatarse a la vista de la hija, la cual no podía haber escogido peor ocasión para aparecerse.

–¿De dónde vienes ahora? –le preguntó en tono áspero.

–La pregunta es excusada, mamita –respondió la joven con no menos enfado–: usted lo sabe tan bien como yo.

–Sí, irías a jeremiquearle y a suplicarle al sinvergüenza de Andrés. Para buena cosa has quedado tú en el mundo. Pues de aquí en lo adelante te prohíbo expresamente que le mires a la cara siquiera.

–Tarde viene, madre, la prohibición, ¡muy tarde! –exclamó Rosario entre enojada y abatida.

–¿Cómo se entiende eso? –gritó seña Caridad airada y manoteando como una energúmena–. ¡Tarde! ¡Tarde! ¡Nunca es tarde para que tú me obedezcas pues eres mi hija! Nunca es tarde para tomar venganza de un hombre que se ha burlado de ti, cual si fueras una vil negra; nunca será tarde para arrancar el corazón al hipócrita infame de Andrés, que nos ha engañado a las dos. ¡Oh! yo me vengaré de él, sí, yo me vengaré, lo juro por el arcángel san Rafael que nos está mirando. Mi mano ya no sirve, tiembla mucho, no puede dar golpes fuertes, no puede enterrar el puñal hasta el cabo en el corazón del sinvergüenza que nos ofendió. Pero yo buscaré una mano que no tiemble. ¡Ah! ¡Qué me trague la tierra ahora mismo si Andrés no me la paga!

Tal vez Rosario, momentos antes, había abrigado las mismas intenciones homicidas de su madre, pero al oírla pronunciarse de aquella suerte en tono tan exaltado e iracundo, cobró horror de súbito, olvidó todos los agravios, todos los desdenes, todas las faltas de su amante, y desde luego no pensó más sino en que había otra persona que atentaba contra una vida que le era tan cara. El amor gritó en ella con más fuerza que otra pasión cualquiera, y de acusadora de Andrés se volvió en protectora suya.

– Vaya, madre –dijo–, que no me canso de admirar lo que usted está diciendo ahí.



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